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jueves, 3 de septiembre de 2015

Cruza capitulo 2



Capítulo 2
     
  Cuando me desperté mi madre seguía con el móvil pero esta vez estaba hablando por teléfono. Giré la cabeza desconcertada para mirar por la ventana. El sol brillaba mucho menos que cuando nos montamos en el avión. <<Nuestro vuelo salía a las diez - pensé-, a las doce más o menos Margarita y los demás habían empezado a comer y  mi madre me llamó, hablamos más de un cuarto de hora, así que yo me dormí como a la una y cuarto o y veinte>>
   -Mamá-la llamé. Ella me hizo una seña con la mano diciendo que esperara. Tras un momento dijo:
  -¿Qué quieres hija?
  -¿Qué hora es?
  -Las cinco y media- me respondió y volvió a coger el teléfono.
  No podía ser. No era posible. Contando con mi aproximación y con la hora que había marcado mi madre había estado dormida cuatro horas. ¡Cuatro horas! Se supone que íbamos a llegar como a las diez y media de la noche con la hora de Londres. Todavía quedaba la mitad del viaje.
  Observé un instante a mi madre. Prácticamente no había soltado el teléfono en todo el día. No sabía quién estaba al otro lado del teléfono pero sinceramente, me daba igual. Pero entonces me di cuenta. En un avión no hay cobertura, de modo que no se puede llamar.
Mi madre se había vuelo loca.
Se despegó el teléfono de la oreja y dijo al teléfono:
      -Ya lo sé. Pero, tienes que entender que no podemos hacer nada  para que el avión vaya más rápido. A y, tía Maggie, ¿puedes decirle Estefan que ya he hablado con Catherine?
      Yo la miré con una cara de asombro esperado una explicación de por qué hablaba por teléfono sin cobertura.
      -A mi móvil puedes hablarle y él te escribe- dijo como excusándose.
      -Ah- fue lo único que añadí. Un sonido salió del móvil de mi madre y ella se volvió a pegar este a la oreja. Miré por la ventanilla. Un mar de nubes blancas se extendía hasta donde mi vista alcanzaba a ver. De fondo, una manta azul que cubría todo por debajo de las nubes. Al final el sol daba al cielo un tono anaranjado.
      Oí un chasquido. Giré la cabeza. Julieta se había cambiado de sitio, estaba en unos asientos que se situaban detrás de los de John y Margarita. Y estaba sola. Me hizo un gesto indicándome que me acercara. Miré a mi madre, no parecía que le importara mucho que me fuera, así que acepté la invitación de Julieta.
      Me senté en frente de ella. Me miró muy atentamente. Casi examinándome.
      -¿Qué?- pregunté extrañada.
      -Has hablado con tu madre de lo del colegio- sonó más como una afirmación que una pregunta.
      -¿Lo sabes?- me sentí decepcionada, sorprendida y enfadada. Todo a la vez. Era un sentimiento muy extraño- ¿Desde cuándo? ¿Por qué no me lo contaste? Pensé que podía confiar en ti.
      Julieta ha sido desde siempre la persona más cercana a mí. Nunca ha habido una cosa que no nos contáramos. Pero, ¿por qué me ocultó algo tan gordo como esto?
      -No era mi intención. Ni si quiera debería haberme enterado. Yo pasé por el comedor, iba al salón. Cuando estaba a punto de cruzar el arco de la puerta de la cocina, oí a tu madre mencionar el nombre de tu tío, el de Londres- explicó-, así que me quedé en la pared escuchando la conversación. Cuando me enteré entré en el salón y le grité a tu madre. Le dije que estaba loca mandándote allí, que iba a ser un infierno para ti. Pero ella me pidió expresamente que no te contara nada porque nada estaba decidido. Pero en el fondo sabía que si.
      -¿Desde cuándo nos ha importado nada lo que dijera mi madre?- le contesté.
      -Bueno lo que yo quería saber es que le has dicho.
      -Al principio me negué, pero luego acabamos haciendo  trato: pruebo un trimestre y si no consigo amistades el resto del curso lo hago en casa. Pero con la condición de que si lo paso realmente mal me sacará inmediatamente.
      Julieta reflexionó sobre mi respuesta hacia la propuesta. Y después añadió:
      -Si así lo quieres, así será- dijo decidida. Sacó una libreta de debajo de la mesa, era azul turquesa, con el borde marrón oscuro, iba adornado con un lazo, que supuse que había puesto ella. Luego sacó otra libreta, pero más corta y alargada, esta tenía rayas (azul, blanco, rojo, blanco…) Las observé un momento y luego la miré a ella y me dijo-. He decidido hacerte un regalo para cuando estemos lejos que te acuerdes de mí. Este – me acercó la libreta azul turquesa-, es un diario y este otro es un librito con papeles para cartas. Tu medre me ha dicho que se pueden mandar. ¡A sí!- sacó un montón de sobres que estaban sujetos por una cuerda que los rodeaba a lo ancho- Los sobres. Casi se me olvidan.
      No sabía que decir. ¿Enserio había servicio de correo en el internado? Cada vez me gustaba más. Arrastré el diario hacia mí, con cuidado lo abrí. Las páginas eran de un color crema suave y tenía unas débiles líneas en marrón para escribir. Lo cerré y cogí la libreta de las cartas. Lo abrí. Eran cartas normales, con el típico borde de rayas azules y rojas, dividido en dos por una línea una parte para escribir el mensaje y la otra para poner la dirección y el sello.
      -Gracias- fue lo único que se me ocurrió. Me cambié de asiento para estar más cerca de ella y la abracé. La echaría de menos en el internado.
      A mí no me hacía nada de gracia lo del internado pero la recompensa era demasiado jugosa: yo siempre había querido estudiar en casa, sola, y estaba literalmente a un trimestre de conseguirlo. Creía poder aguantar un trimestre entero.
      -¿Qué hora es?- le pregunté a Julieta
      -Las seis y diez. Hay que ir diciéndole a margarita que pida la cena. ¿Vamos?-  me dijo y señaló la mesa donde estaban Margarita y John con un geste de cabeza. Me levanté, diario y libreta en mano y me dirigí a la mesa y me senté al lado de John.
      En media hora, tal vez algo más, hubimos terminado de cenar. Por megafonía nos dijeron que podíamos desplegar unos televisores del lateral del asiento y nos explicaron el funcionamiento y como usar los cascos para la película. Yo escogí una de amor, una película típica de instituto pero no estuve atenta a ella. Durante la película estuve pensando en Londres, en cómo sería la casa de mi tío, el internado u otras miles de dudas que tuve sobre mi próxima vida en Londres. Una de las preguntas en la que más me paré a pensar fue en si la gente sería igual que en Washington. Ojalá que no. Es decir, las chicas en Washington eran horribles y no me quiero ver rodeada de la misma gente.
      El reloj de la pantalla marcaba las nueve menos cuarto cuando terminé de ver la película. Guardé la pantalla y los cascos y miré a Margarita. Tenía una baraja de cartas en la mano, supuse que jugaba con John porque era al único de la mesa que le gustaba tanto el póker como a ella. Pero aun así pregunté:
      -¿A qué jugáis?
      -Al póker jovencita el juego de cartas más maravilloso que existe en el planeta- respondió Margarita con entusiasmo.
      -Deja de decir estupideces y juega- le dijo John impaciente.
      -Vale, vale. Relájate un poco, John.



      Pasaron las últimas horas del viaje entre risas, cartas y estupideces varias de Margarita. Hasta que a las diez y media se ejecutó el aterrizaje. Me abroché el cinturón de seguridad y el avión bajó hasta la pista. Cuando hubo parado abrieron la puerta del avión, la gente fue bajando tranquilamente, indiferentes e inexpresivos. Pero yo no. A la hora de bajar me paré y miré al frente.
      El cielo de un azul oscuro intenso, con pequeñas chispas e luz que lo adornaban y de vez en cuando alguna nube gris cruzaba el cielo. Un edificio se alzaba al final de la pista, a donde las masas parecían dirigirse. Las escaleras yacían imponentes bajo mis pies, de algún modo no paraba de pesar que si no bajaba tendría una última oportunidad de volver a mi vida anterior. Me agarré fuertemente a las barandillas. No. No quería bajar. Julieta posó su mano sobre mi hombro, se acercó un poco a mí oreja y me dijo:
      -Sé fuerte pequeña.
      Esas tres palabras me transmitieron esa sensación tan extraña que tenía cuando estaba con mi padre: Superar seguir adelante con una sonrisa como él siempre hacía. Miré al frente. Con decisión bajé las escaleras, una vez abajo busqué a mi madre y, asegurándome de que Julieta andaba detrás de mí, me dirigí al edificio en busca de mi maleta.
      Llegamos enseguida al edificio. Julieta, John y yo esperamos a que llegaran las maletas y mi madre atendió el teléfono como siempre hacía. Tras unos minutos llegaron nuestras pertenencias, John me ayudó a coger la mía y también cogió la de mi madre que estaba demasiado ocupada con el teléfono como para darse cuenta de que había traído una. Y estábamos listos para salir, mi madre había llamado un taxi al que estábamos esperando ya en la calle. En un momento dado miré hacia atrás, vi como el avión despegaba de vuelta a Washington. Aparté los pensamientos negativos de mi mente y me hice un juramento a mi misma: No volveré a pensar en mi casa, tendré la mente abierta a las cosas nuevas y siempre con una sonrisa como solía decir mi padre.
      El viaje fue mucho más largo de lo que me esperaba. La dirección que le habían dado a mi madre procedía de una calle al borde de la ciudad, dónde todos esperábamos que se situara la casa. Pero para nuestra sorpresa, otro coche mandado por mi tío yacía aparcado a un lado de la carretera esperando nuestra llegada. Mi madre pagó y le dio las gracias al taxista y entre todos cargamos y descargamos las maletas de un coche a otro. Desde ese punto el viaje fue muy largo. Pasamos por montones de campos de cultivo, granjas e incluso algún que otro bosque, lo que llevó a deducir que la casa de mi tío estaba a las afueras, no en el centro como había supuesto.

      Tras un largo rato de viaje, tomamos una desviación que nos llevó directamente a una majestuosa mansión de campo. Tenía un aspecto rural, pero a la vez mucha elegancia, y un aire a mucha riqueza y superioridad. Un inmenso jardín rodeaba la casa, lleno de árboles arbustos y diferentes flores pulcramente colocados. Una barbacoa y una gran mesa con sombrillas a un lado y al otro una gran piscina. Para acceder a la casa  había que sortear una pequeña rotonda, también adornada con flores. En las escaleras de la entrada nos esperaban el tío George, la tía Bárbara, el primo Max, la prima Alice y algunas personas encargadas del mantenimiento de la casa y la familia. Todos nos miraban con una gran sonrisa . Todos, menos el tío George, que tenía cara de andar buscando algo en el interior de nuestro coche.
      En cuanto salí del coche prima Alice corrió a darme un abrazo. Obviamente se lo devolví. Alice era de mi edad, con su pelo de color miel claro casi rubio, sus ojos azules, su delicada piel pálida, su voz, todo de ella me hacía sentirme en casa, aunque nunca hubiera visto esta casa concretamente. Después de ella Max. También me abrazó. Alice y yo teníamos quince años y Max tenía diez, y a pesar de nuestra diferencia de edades nos llevábamos bastante bien. Bueno, a decir verdad Max y Alice peleaban de vez en cuando. La tía Bárbara se acerco a mi madre y más tarde a mí. Entre todos los empleados sacaron las maletas y las metieron dentro. Subimos las escaleras y entonces me pasó una cosa extrañísima.
      El tío George me puso la mano en el hombro y me dijo:
      -Me alegro mucho de que estés aquí.
      Y luego añadió mentalmente: << Sé que eres especial, pero confía en mí todo saldrá bien>> .Sabía que era imposible, pero había oído su voz en mi cabeza. Me dedicó una sonrisa, se metió dentro de la casa y desapareció.

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